31 enero 2008

Los colores perdidos de la historia

No tengo el brazo para mucho cuento, así que permitidme recuperar viejos textos de mi fotolog. Es lo que haré: reposar, copiar y pegar.



Probablemente sería el último combate de Tulio, como todos. Más conocido como "Brutus de Capadocia", Tulio Fabio se había convertido en el gladiador más popular del Imperio. Sus victorias le proporcionaban riquezas suficientes como para permitirse, entre otras cosas, combatir sólo dos veces al año y disfrutar el resto del tiempo de una hermosa casa a las afueras de Roma, presidida por una fuente de mármol y atendida por una docena de siervos.

Pero Tulio no tenía buenos presentimientos aquella tarde. El Coliseo parecía tener otro color. Agorero y enormemente supersticioso, Brutus repetía el mismo ritual antes de cada combate, y nunca pisaba la arena sin recorrer el graderío del anfiteatro. Como siempre, estaba abarrotado de romanos hambrientos de sus exhibiciones, animados por su destreza, deseosos de contemplar su violencia, pero en el fondo indiferentes ante el destino de su héroe. Siempre ascendía por la misma rampa y, antes de enfilar la galería que lo conducía hasta la arena, Tulio dirigía una mirada hacia los palcos del sur. Allí Virginia solía dejar a la vista una corona de flores rojas para desear suerte a su gladiador favorito. Su amada Virginia, el motivo secreto por el que Brutus de Capadocia no se dejaba matar, aunque el cansancio y las heridas lo invitaran a viajar de una vez por todas a las llanuras del Elíseo.

Aquella tarde no había rojo en las gradas. El color del Coliseo, en efecto, era distinto. Y Tulio Fabio, experto en todo lo relacionado con dejar este mundo, supo que ya no volvería a ver a Virginia. La joven Virginia, cuyo verdadero nombre era Claudia Cornelia, era la predilecta de demasiados senadores. Una bella prostituta cuya compañía era bien pagada por algunos de los hombres más influyentes de la urbe. A ella no le confiaban sólo sus fantasías, también sus miedos y sus ambiciones, casi siempre basadas en la envidia y una enorme debilidad por el poder. Virginia sabía demasiado. La política se deslizaba por su piel y en sus curvas se proyectaban las conspiraciones. Tulio se atormentaba y rezaba a los dioses para que sus pesadillas no se tornaran reales. Pero él no era el más apropiado para convencer a su amada de los riesgos que comportaba su profesión.

La ausencia del rojo fue suficiente para el gladiador. Aquella tarde, Roma asistiría al último combate de Tulio. Dolido pero sereno, Brutus de Capadocia inició el espectáculo. Agarró su espada e hizo pasar a su desconocido enemigo el peor rato de su vida. Pero era consciente de que aquel hombre sería el nuevo personaje a idolatrar que acabaría con su vida. Era consciente de que debía reunirse con Virginia al otro lado del río Aqueronte. Era consciente de que su nombre, y el de todos aquellos romanos que gozaron de la tarde más emocionante en la historia del Coliseo, serían olvidados con el tiempo y, siglos después, quienes volvieran a visitar aquel lugar cargado de violenta magia, sólo serían capaces de imaginarlo todo como una reducida leyenda en blanco y negro, sin flores rojas.

30 enero 2008

Sin fisuras

Jamás te podré acusar de no ser transparente. Te muestras tal y como eres, con todos tus defectos. Y aunque te gusta tener las cosas en su sitio, a veces se tuercen y todo se desmorona. Sé que te duele, pero a mí también. Porque es ahora cuando necesito un hombro para seguir adelante, y el tuyo no lo tengo. Llevamos toda la vida juntos y sé que sin ti no podría seguir. Pero esta vez me has fallado, esqueleto.


¿Os gusta mi desnudo?





26 enero 2008

Había una vez un Pontiac...



...que ahora es un Ford Mustang.

Si la película (sólo para TV) no está a la altura, me encargaré yo mismo de hacer lo que todos esperamos (...Hasselhoff, ten a mano el móvil). Que son veinte años esperando...

24 enero 2008

Pensando en la Luna (III)

Pasaban las noches y Neil era incapaz de confesar su aventura a Amanda. Ella cada día se preocupaba más. Sabía que, tras las misiones, los astronautas podían volverse locos, pero no de amor. Y su marido había dejado de hacer cosas normales. Se pasaba las mañanas durmiendo, las tardes entrenando y las noches mirando por su telescopio. Visitaba decenas de agencias de viajes, pero nunca encontraba su destino en el catálogo, y acudía a las oficinas de correos con cartas para las que nunca le daban sello. Hasta que Amanda una noche se hartó.

- “¿Me engañas con otra mujer?”, preguntó muy enfadada.
- “Eso nunca, Amanda”
- “Entonces, ¿qué es lo que pasa?”

Neil salió al jardín con su esposa. Se sentaron en el banco y se quedó mirando a la luna llena. En ese momento imaginó los momentos felices que jamás podría disfrutar con Selena, pegando grandes saltos para la humanidad, plantando banderas junto a su balcón, paseando a la orilla del Mar de la Tranquilidad o mirando un eclipse total de Tierra. Pero no era posible. Ella estaba allí… y él aquí.

- “Neil… ¿qué estás pensando? Necesito que me contestes, y necesito la verdad”

El astronauta no dudó. Miró a los ojos a su esposa y le dio esa verdad:

- “Amanda, eres lo que más quiero en este mundo”


Fin




23 enero 2008

Pensando en la Luna (II)

Sus instrucciones eran analizar la consistencia de la superficie lunar, buscar alternativas energéticas, estudiar la incidencia de la luz solar sobre los polos terrestres y recoger muestras minerales. Pero apenas recogió tres o cuatro. Neil desapareció con su alienígena durante las dos horas y pico que duró el paseo.

A los pocos minutos de pisar aquella arena blanca se la encontró de frente. Extraña, enigmática, celestial. Supo entonces que se había enamorado. Se acercaron, se miraron, no se hablaron. Porque ella no hablaba, se manifestaba a través de estímulos psíquicos.


- “¿Vienes mucho por aquí?”, se manifestó la alienígena, a la que Neil, para entenderse, bautizó con el nombre de Selena.
- “No, pero a partir de ahora creo que vendré más”
- “Con esa mirada me estás atravesando los corazones”, expresó telepáticamente Selena.
- “Y tú tienes los ojos más bonitos del universo”

Neil y Selena se acariciaron rostro y casco, se besaron bajo la luz de la Tierra e hicieron el amor en la cara oculta.

- “Debes saber que estoy casado”, dijo Neil, consciente de que debía regresar al módulo.
- “Aquí la gravedad de eso es siete veces menor”, respondió psíquicamente Selena.
- “Pero te recordaré cada vez que mire a la Luna”, dijo Neil con una lágrima tras su traje de aislamiento.
- “Eso seguro que se lo dices a todas”, bromeó ella.
- “La verdad es que sí… pero esta vez es de verdad. Eres la alienígena más hermosa que he visto nunca”

Los dos nuevos amantes, hombre y selenita, se despidieron sin saber si algún día volverían a verse. A Neil le esperaba un largo viaje de vuelta a su planeta y el difícil momento de la confesión: debería elegir entre Amanda o su amante. Pero regresó al lugar del alunizaje dando largos y lentos saltos de felicidad.

- “¿Dónde te has metido, Neil?”, le preguntaron por radiotransmisión desde el centro espacial.
- “Ni te lo imaginas”, respondió. “Acabo de confirmar la existencia de algo sorprendente, algo a lo que la ciencia nunca ha sabido responder”, decía mientras activaba los controles del módulo lunar, listo para el despegue. “Muchos quieren creer, pero no tienen pruebas; otros niegan su existencia, pero no lo pueden demostrar. Sin embargo yo, tras lo que no ha sido más que un pequeño paso para un hombre, puedo asegurar que existe el amor a primera vista”.


22 enero 2008

Pensando en la Luna (I)






- Neil, cariño, ¿te encuentras bien?

Amanda estaba al borde de la desesperación. Su marido llevaba dos meses muy distante, casi ausente. Más o menos desde que regresó de la Luna en una exitosa misión que lo tuvo dos semanas fuera de casa. Como apenas hablaban, las discusiones prácticamente habían desaparecido, algo que Amanda agradeció al principio. Pero la situación se había ido deteriorando y la incomunicación había comenzado a despertar en Amanda la sospecha de que su esposo le estaba ocultando algo.

- “Estoy bien, Amanda. Ya te dije que me duele la cabeza”

Siempre la cabeza. La excusa habitual cuando llegaba de trabajar. Ella siempre tragaba, al fin y al cabo su marido era astronauta, y todo el mundo sabe que eso estresa mucho. Pero ya se estaba cansando de tanta jaqueca.

- “¿Es que en la NASA no hay aspirinas?”
- “Sabes que me hacen daño”
- “Y a mí tu silencio”

Neil tampoco atravesaba su mejor momento. El injusto sufrimiento de su esposa le atormentaba a cada instante, casi tanto como el recuerdo de quien le había robado inesperadamente el corazón. Efectivamente, había otra. Sucedió a cuatrocientos mil kilómetros de casa. Los entrenamientos, el despegue, la puesta en órbita… Neil realizó su trabajo con gran profesionalidad, pero al llegar a la superficie de la Luna sus miradas se cruzaron y Neil se enamoró perdidamente y al instante de aquella hermosa alienígena.


16 enero 2008

El año que fui Presidente (V)






Cuarenta helicópteros rodeaban la Estatua de la Libertad. Quince del FBI, otros quince de los militares, cinco de la policía de Nueva York y otros tres o cuatro de las televisiones. Diez mil agentes estaban apostados entre la orilla sur de Lower Manhattan, Ellis y Governors Island y Nueva Jersey. La Marina patrullaba la bahía y las orillas del Hudson y el East River y una veintena de cazas surcaban el espacio aéreo de la Costa Este, clausurado por un protocolo extraordinario de seguridad. En medio de todo ese despliegue, Marianne... esa francesita de bronce cuyo brazo en alto alumbrando el horizonte representaba todo aquello que fui a reclamar.

- “Cathy, ¿tienes los documentos?”

Mi ex becaria, ahora Secretaria para la Sinceridad Federal, estaba junto a mí en lo alto de la estatua, en ese pequeño mirador de la antorcha al que miles de puntos de mira telescópicos señalaban más por curiosidad que por seguridad.

- “Los tengo, señor Presidente. Todos los que me pidió”

Catherine Lee Myers, licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Harvard, me había traído algunos papeles necesarios para mi último discurso. Todo estaba dispuesto, el mundo entero estaba mirando y yo estaba listo para comunicar mi mensaje. Así que me bajé los pantalones, me di la vuelta y me agaché levemente.

- “Cathy, primero la Declaración de Independencia”

La jefa del Departamento para la Sinceridad Federal me entregó el documento original redactado por Thomas Jefferson, padre fundador tantas veces traicionado por los que le sucedimos en el cargo.

- “Aquí tiene, señor Presidente… 4 de julio de 1776”

Una vez vi en una película cómo robar estas cosas, pero para Cathy fue mucho más fácil gracias a sus cualidades, que ya he descrito anteriormente. Me limpié el culo con la Declaración, antes de seguir con la Constitución y sus enmiendas. De la primera a la vigésimo séptima, una a una fueron pasando por mis nalgas presidenciales en lo que se estaba convirtiendo, sencillamente, en la mejor página de todas las que se habían escrito en la historia de este país.

- “Ahora la bandera, Catherine”
- “He elegido una de seda, señor Presidente. No hace falta que me lo agradezca”

Obviamente, allí acabó mi mandato, pero también doscientos treinta y pico años de política en descomposición. Sin referencias habría que comenzar desde cero. Y no sería conmigo. Me aplicaron la sección cuarta del artículo dos de la Constitución, o sea, yo y todo mi gabinete nos fuimos a tomar por culo. Zacharias Y. Xayes fue el último presidente de una nación en declive. Hubo que fijar nuevos valores, redactar nuevos textos y comenzar a mirar hacia delante con la experiencia que dan los errores cometidos. Aquella última tarde del año que fui Presidente mi culo tuvo el inmenso honor de ver nacer los Nuevos Estados Unidos de América.

Fin

15 enero 2008

El año que fui Presidente (IV)

La becaria recogía mis cosas del despacho oval. Yo seguía haciendo balance de los últimos nueve meses.

- “Cathy, ¿qué opinas de mi gestión como presidente?” –La chica se quedó perpleja.
- “Qué pregunta, señor… No sabría qué decirle… Creo que es usted un líder justo. Un hombre generoso que se preocupa por el bienestar de sus ciudadanos”
- “Comprendo. ¿Cómo te apellidas, Cathy?”

- “Lee Myers, señor”
- “Pues… Catherine Lee Myers, estás despedida”
- “Pero señor Presidente…”
- “¿Ahora qué opinas de mí, Catherine?”
- “Ahora creo que es usted un cerdo con pintas. Que me mira de una forma que no soporto. Y que quinientos dólares mensuales a cambio de aguantar su hedor es una miseria indigna de esta gran institución” –Cada vez tenía más claro que esta niñata engreída llegaría a ser presidenta.
- “Te nombro desde ahora mismo Secretaria del Departamento para la Sinceridad Federal. Ciento ochenta mil dólares al año, como el Secretario de Estado”

A la idiota le cambió la cara. Sabía que no me había vuelto loco y que lo que le acababa de decir no era ninguna broma.

- “Ehm… Tengo un montón de preguntas que hacerle, señor Presidente…”
- “Sólo contestaré a dos”
- “Como en sus ruedas de prensa… Entonces intentaré ser práctica. La primera es en qué consiste ese nuevo trabajo en mi nuevo ministerio... El de la Sinceridad Nacional”
- “Federal, Catherine, Sinceridad Federal, no te equivoques... Se trata de devolver a este país lo que le corresponde. Yo no soy justo ni generoso, Cathy, igual que mis predecesores. Y el bienestar de mis ciudadanos me preocupa tanto como el tuyo. Soy un presidente del montón… Pero tu Departamento para la Sinceridad Federal me sacará de la lista de los mediocres. Algo digno de esta gran institución, ¿comprendes? Adelante con la segunda pregunta”
- “Ehm… sí. ¿Por qué yo, señor Presidente?”
- “Porque cuando te lo explique serás capaz de mandarme a tomar por culo si no crees en esto. Y porque necesito tu perfecta combinación entre inteligencia, inocencia y ese par de melones capaces de convencer a cualquiera”

Seguimos conversando sobre mi nuevo proyecto. Le di a Catherine un plan detallado de instrucciones. Comprendió y aceptó su misión con un patriotismo modélico. Dos semanas más tarde, Catherine y yo ya estábamos en la antorcha de la Estatua de la Libertad, agotando los últimos e históricos minutos de mi presidencia.


14 enero 2008

El año que fui Presidente (III)

Aquel año de mi presidencia fue el de la inclusión de Puerto Rico como el quincuagésimo primer Estado de la Unión. Vale que no es el mayor logro de la historia de nuestro país, pero al menos no intenté invadir Cuba cuando la palmó Castro ni acabé bombardeando Irán, como muchos vaticinaban. Durante mi mandato el hombre no llegó a Marte, no descubrimos la vacuna contra el sida ni pillamos a Bin Laden. Tampoco pude cerrar Guantánamo porque el cabrón de Bush lo hizo unas semanas antes de irse, por aquello de lavar su imagen.

No llegué a prohibir las bodas de maricones como decían que iba a hacer… Estuve a punto, pero no me dieron tiempo. Afortunadamente, durante la campaña evité pronunciarme y así arañé algunos votos del otro lado sin perder los del mío. Y no, tampoco limité lo de las armas. Pero sí puedo decir que durante mis 261 días de presidencia las putas televisiones no pudieron retransmitir en directo ninguna de esas matanzas en algún instituto estadounidense.

La economía me la dejaron hecha una pena, en Iraq cayeron casi mil soldados más y en la clase baja seguían muriéndose por enfermedades sencillas o un cáncer de mama sin diagnosticar. Pero peor fue el crack del 29, la guerra de Vietnam o vivir en Etiopía, cojones. Nadie me podrá reprochar que me haya cargado el sistema sanitario, la educación o el puto medio ambiente. Ya venía todo jodido de antes.

No reduje las emisiones de CO2, no apadriné con éxito ningún proceso de paz ni conseguí hacer del mundo un lugar más seguro. Exactamente igual que mis predecesores. Pero mi final fue mucho más grande que el de todos ellos. No dimití por televisión como Nixon ni me asesinaron a tiros como a Kennedy. El Presidente Zacharias Y. Xayes, tras nueve meses de mandato, le regaló al mundo el final más épico imaginable para el líder de la primera potencia mundial.

- “Catherine, avisa a mis asesores. Nos vamos a Nueva York”


11 enero 2008

El año que fui Presidente (II)










Llevaba sólo cuatro días en la presidencia y la prensa seguía publicando mierda sobre mí. Que si racista, que si mujeriego, que si soy un ex adicto a la marihuana con pretensiones de enriquecer a mis amigos… Como si todos esos cabrones nunca se hubieran fumado un porro o no hubieran intentado alguna vez ayudar a sus colegas. Pero la democracia es lo que tiene: tú ganas y te alegras… y ellos pierden y se joden.

Decía que llevaba sólo cuatro días y aún no se me había ocurrido algo grande. Algo por lo que alguno ya se planteara incluir mi cara en el monte Rushmore. Recuerdo que en la primera noche de Bush Junior las Fuerzas Armadas bombardearon discretamente Bagdad. Un regalo del hijo al padre, sin duda; un saludo cariñoso desde el sillón presidencial de George a Sadam y un bonito preludio del marrón que me ha tocado arreglar. Pero yo no me iba a andar con tonterías, que diez mil cabezas nucleares son un montón y una más o una menos tampoco lo iba a notar nadie… No, es broma.

A lo que iba. Era el presidente número 44 de este bendito país y algo tendría que hacer para destacar entre mis predecesores. El pelele de Bush se fue con más pena que gloria, Clinton se llevó una mancha en el expediente y del otro Bush ni siquiera recuerdo su cara. Yo debía convertirme en un nuevo Reagan, un hijo de Wilson, el George Washington del siglo XXI. Pasar a la historia en primera fila, demostrar al mundo que yo, Zacharias Y. Xayes, encarnaba los ideales que representan a esta gran nación. Unos ideales que todo el mundo cree conocer pero que nadie se atreve a describir.

Me jode ver a los fracasados triunfar. A ese gordo de Al Gore, el hombre de los 327 votos menos, le van mejor las cosas que al infeliz de George, que se pasó aquí ocho años despertándose con taquicardias. Gore ahora tiene el Nobel de la Paz y, lo que es más fuerte, dos putos Oscars. Le ha ido mejor en Hollywood que en Washington y encima ahora le quieren en todo el mundo. Al infeliz de Texas, en cambio, ya no le quiere ni su perro Barney, y eso que el bueno de George intentó salvar al mundo del terrorismo. El Gore fue más listo y en vez de salvar al mundo decidió erigirse en salvador también de las generaciones venideras, y con toda la mierda esa del cambio climático al final le van a poner las alitas de Supermán.

- Catherine, dime una cosa… ¿Supermán tiene alas?
- No, señor Presidente. Lleva una capa, aunque no está muy claro que la necesite para volar…
- Gracias Cathy.

Mientras se me ocurría algo digno con lo que pasar a la posteridad, no podía dejar mirar a las tetas de Cathy. “Cada vez las becarias vienen con mayor formación”, le dije al cerdo de Franklin Dean, mi Jefe del Estado Mayor Conjunto. Nos reímos un rato, nos fumamos un puro y nos pusimos a hablar de la liga. Ya encontraría mi obra maestra con la que marcar mi nombre a fuego en los anales de la historia.


09 enero 2008

El año que fui Presidente (I)









Querían un presidente negro, los muy imbéciles. Salí de aquel mítin en Alabama cubierto por mis guardaespaldas, que se llevaron más huevazos que la barbilla de Mónica Lewinsky. Pero para eso los pago. La chaqueta al tinte, dólares en publicidad para los principales periódicos y voilà. Aquí estoy hoy, sentado en el despacho oval, meándome en todos esos hijos de puta.

- Señor Presidente, le traigo parte del informe del Departamento de Justicia. Faltan algunos folios… se los daré en cuanto pueda porque la impresora se ha atascado.

La golfa de Cathy hablaba como si quisiera sentarse en mi butaca, y eso que no era más que una jodida becaria. Tenía la sensación de que cualquier día me iba a decir qué país invadir, con esa cara de empollona y ese par de melones que hacían ondear la bandera del salón Lincoln.

- Catherine, disculpa… ¿me estás diciendo que no puedes imprimir el informe porque la impresora no funciona?
- Más o menos, señor Presidente. En realidad sólo se ha atascado.
- Ya… Se ha atascado la impresora y no puedes imprimir el informe del Departamento de Justicia.
- Sí, señor Presidente… Yo lo siento, pero los informáticos dicen que…
- …No me interrumpas. A ver si lo he entendido. Se ha atascado una puta impresora en la puta Casa Blanca y no hay manera de que imprimas el puto informe confidencial del Departamento de Justicia… Ni hay nadie en todo el puto Distrito de Columbia que pueda arreglarlo… ¿Es así?
- Con el debido respeto, señor Presidente, los informáticos dicen que lo arreglarán enseguida.
- Entonces, ¿por qué no has esperado, Cathy, a traerme el informe completo?
- Lo siento, señor Presidente, pensé que quizá querría tener esta primera parte...
- No, Catherine. Yo sólo recibo informes completos, ¿lo has entendido?
- Sí, señor Presidente.

La gordita se marchó con los humos bajados, inclinándose hacia mí antes de salir por la puerta, como si yo fuera el Papa o uno de esos reyes europeos… Tal vez para ella era una mezcla de ambas cosas. Al fin y al cabo estaba delante del Presidente de los Estados Unidos de América.