Terminó aquel verano y volvieron a verse al siguiente. Y después al otro. El cuarto año se vieron también en Navidad. Al año siguiente también en Semana Santa y, cuando Miguel se hizo con su primer coche comenzaron los viajes de fin de semana. Al menos uno cada cuatro o cinco meses. Así hasta que Marina se fue a vivir a París, con veinticinco años. Desde entonces siguieron en contacto con diez o doce llamadas: para felicitarse los cumpleaños y alguna vez también el año nuevo. La última llamada fue de Miguel, para contarle a Marina que pasaría unos días en París por un asunto de trabajo. Le iba bien. A sus treinta años ya era el comercial con mejores cifras de ventas de la empresa. Para sus jefes era un tipo brillante. Para sus amigos, un vividor sin complejos. Él se conformaba con disfrutar de las ventajas de su trabajo de vendedor de equipos de sonido para discotecas y salas de fiesta.
Después del comentario de Miguel, Marina no abrió la boca hasta que llegaron al aparcamiento. Pensaba Miguel que tal vez se excedió un poco. Al fin y al cabo, ella tenía tanto derecho a estar embarazada como a contárselo sólo a quien ella quisiera. Marina estaba seria. Apenas pronunciaba algunos monosílabos para indicar a su amigo dónde estaba el coche. Miguel trató de relajar el ambiente interesándose por el embarazo de su ex:
- ¿De cuánto estás?
- Seis meses.
- ¿Es niña o niño?
- Niño.
- Un niño... ¿Y cómo se va a llamar?
- Pierre.
Miguel no pudo contenerse. Soltó un amago de carcajada que trató de disimular con tos. Demasiado descarado, la estaba cagando otra vez.