18 septiembre 2007

15 septiembre 2007

El momento más feliz de mi vida (II)

Regresé a Madrid y traté de retomar mi vida. Busqué refugio en el trabajo, al fin y al cabo allí pasaba la mayor parte de las horas del día. Mientras estaba ocupado todo iba bien: mi cabeza se concentraba en aquellas noticias de sociedad y mis pensamientos dormían, que de eso se trata (no me pagan por pensar, como esgrime un futuro bloguero…). Pero las horas muertas son las que matan, y en aquellos momentos además lo hacían muy lentamente. Ni siquiera escondiéndome en el baño lograba disimular que estaba hecho polvo, que mi alegría y mi corazón los había perdido en algún lugar a diez mil kilómetros y en diagonal hacia el suroeste. Encontré complicidad en algunas de mis compañeras, que trataban de animarme con consuelos cargados de verdad pero carentes de puntería. Sabía que todo lo que me decían era cierto, pero los manuales de instrucciones no sirven cuando están mojados.

Un día, de camino a casa con una de ellas, comenté de pasada la inconveniente idea de volver a Buenos Aires. Un plan caro, desordenado y por el que el sentido común nunca apostaría. Pocas cosas me dan tanta pereza como dar explicaciones, y ni mi jefe ni mi familia lo encajarían a la primera. Además, pensaba que tampoco serviría de mucho retrasar la desolación sólo por unos días de felicidad… Y justo ahí estaba la clave. Ahora no recuerdo qué fue exactamente lo que me dijo mi compañera en su coche, pero los dos lo vimos claro: ¿cómo podía ser tan idiota? Esa misma tarde le pregunté a mi padre si aún tenía derecho a sus billetes de avión gratuitos.

–“No, ya los has gastado todos… ¿Por qué?”

–“No, por nada… que me voy otra vez a Buenos Aires”

Lo primero que me preguntó fue el precio. “…Pues sí que tienes que estar enamorado”, me contestó, declarando así que estaba comprendiendo perfectamente una historia de la que apenas le había dado detalles. Negocié en la empresa mis vacaciones: trabajaría en Navidad, año nuevo y Reyes, consumiría todas mis horas y días libres… Haría lo que hiciera falta. “Pero… ¿tan buena está?”, me preguntó mi jefe. Y los chistes de los cámaras mejor ni recordarlos.

El caso es que, días después, me encontraba de nuevo en el aeropuerto de Ezeiza. Allí había saboreado hacía mes y medio uno de los momentos más amargos de mi vida, sin saber que en aquel mismo escenario estaba a punto de vivir el que, hasta ahora, ha sido seguramente el más feliz de todos. Apareciste al fondo de la sala, esta vez sin compañía, protagonizando la escena cinematográfica más hermosa que ha dirigido la sinceridad. Tu sonrisa destacando entre tu piel morena, con esa camiseta de tirantes blanca y unos pantalones negros que se ajustaban a algo más que a mis sueños, compusieron el primer plano de una secuencia cuyo guión consistía solamente en un beso. Un beso observado por todos los extras sonrientes de aquella sala otrora maldita; un beso que me hizo abandonar la primera maleta solitaria que, por respeto a la solemnidad de aquella escena, no ha sido robada en la historia de Buenos Aires; un beso acompañado por la banda sonora de aquel mendigo que comenzó a entonar la letra de un sarcástico tango mientras nos miraba desde su silla, en uno de los mejores papeles secundarios que se recuerdan en el cono sur; un beso que comenzó en la sala de la escena final de la primera parte y que dio inicio a la segunda; un beso que siguió en el taxi desde el que esta vez no me enseñaste el Congreso ni el Obelisco, y que acabó entre la encimera de la cocina y el dormitorio en el que ya podía imaginar que el momento más feliz de mi vida no se iba a repetir.

11 septiembre 2007

El momento más feliz de mi vida (I)

“Mañana lloraré mucho, ¿lo sabes?”. Aquello no podía sorprenderte, si alguien me ha visto llorar has sido tú. Pero prefería advertírtelo, por si acaso. Es lo que tienen las últimas horas: generan frases estúpidas. La de páginas absurdas que se podrían escribir con las últimas voluntades de los condenados. Lo que yo no sabía hasta aquella noche era que el corredor de la muerte puede encontrarse entre unas suaves sábanas con olor a jazmín. Mi sentencia se hacía efectiva a las 14:10 del día siguiente, con dos horas de antelación recomendadas para facturar.

Efectivamente, al día siguiente lloré, aunque no tanto como los posteriores. Me preocupó quedarme sin pañuelos y pasarme el viaje moqueando, así que fuiste corriendo a la farmacia a comprarme un paquete mientras yo metía las maletas en el taxi (¿ves como sí me has hecho favores?). Llegaste con un paquete de kleenex… de marca Kleenex.

-“Te compré carilinas”

-“¿Carilinas?”

-“Sí, es una marca de pañuelos… acá todos se llaman carilinas, da igual la marca”

Era la primera vez en mi vida que veía un paquete de kleenex auténticos, diez, todos empaquetaditos y doblados como kleenex, y con el logotipo de “Kleenex” en el plástico… pero se llamaban carilinas. ¿Una señal? No, simplemente otra reflexión estúpida generada por la proximidad de un final. Pero en aquel momento el asunto de los kleenex me pareció fascinante.

De viaje al aeropuerto gasté un par de ellos. En el avión cayeron varios más. Llegué a Madrid con cuatro o cinco, de los que di cuenta en los días siguientes hasta dejar sólo uno. Aquel pañuelo solitario al que destiné a desaparecer en circunstancias especiales. No era un pañuelo normal (joder, un Kleenex auténtico…), era el pañuelo que reflejaba toda la tristeza de aquellas horas de vacío.

Abandoné Buenos Aires con el corazón sangrando. Aquel avión, aquel cielo sobre el Atlántico y aquel continente en el que nací y al que inevitablemente regresaba perdieron todo su interés. En aquel momento sólo respiraba dolor. Como si una áspera nube de aguarrás hubiera borrado de mi alma las ganas de seguir adelante. Sin ilusiones, sin esperanza. Aquel 12 de octubre, el único Día de la Hispanidad en el que entendí por qué Colón volvió dos veces, no tenía ni idea de que el momento más feliz de mi vida aún estaba por llegar.

07 septiembre 2007

No somos nadie

"Y en bañador menos", que diría por ahí uno que me sé... Pero en esta ocasión no voy a adoptar el tono nihilista que da sentido a todo lo que no lo tiene. "No somos nadie" es el mejor programa de radio de las mañanas. Y no lo digo porque trabaje ahí un genio como Clark Kent (bueno, sí, sobre todo lo digo por eso...). Pero es cierto que a todos los clones de la radiofórmula matinal, NSN les da una pasadita por la derecha, una lección de humor a quienes presumen de ser divertidos copiándose entre ellos sus modelos caducos de supuesto entretenimiento radiofónico.
Cuando Gomaespuma abandonó M80 llegó un programa que a muchos nos decepcionó. Ahora ha vuelto renovado, aunque conserve el título de temporadas pasadas, con un equipo diferente y, por fortuna, unos contenidos que también lo son. No sé de quién fue la idea de fichar para este proyecto a Celia Montalbán y a Javier Gallego, pero sin duda fue un tipo con criterio. Igual que lo es quien decidió incluir en sus filas el ingenio y la maestría del ser humano revelación del siglo XXI.
Magnífica coincidencia que durante muchos meses el trayecto de vuelta a casa me pillara de nueve a nueve y media. El horario de siete a diez de la mañana es más fastidioso, pero ese es el precio que pagan los mitos de nuestro tiempo, comprometidos a estar ahí, haciendo la permanente a la señora actualidad, mientras el resto del mundo mascamos nuestra rutina un poco más divertidos.

Muy pronto, más sobre el tipo del sombrero gris...