26 octubre 2009

Categoría 5

Surgen de la azarosa condensación del vapor, el viento y las altas temperaturas. Se aproximan lentamente como una suave tormenta, cobran fuerza a su antojo, avanzan, te atrapan y, cuando quieres reaccionar, sólo puedes lamentar la destrucción que han provocado. Para entonces, ya se habrá esfumado en el aire. Los huracanes son tan terribles como inevitables y, en años como este, tienen nombre de mujer. Cada uno con su letra, la A para Ana, la C para Claudette, la E para Erika.
El huracán T llegó por casualidad, pero tardó muy poco en pasar de leve brisa a tormenta tropical. Sin embargo, sus vientos soplaban transparentes, cargados de nobleza y dignidad. Porque T, al contrario que el resto de agentes atmosféricos, avisó. Y pronto alcanzó la categoría 1.
Olvidé las recomendaciones de resguardarme en un lugar seguro, hacer acopio de víveres y capear el temporal. Las olvidé o tal vez quise ignorarlas. Y el huracán T fue adquiriendo cada vez más fuerza. Sus remolinos danzaban con exquisita dulzura. Sus ráfagas, frescas ante el calor, cálidas contra el frío, resultaban el mejor lugar para envolverse. Y el huracán T ya era de categoría 2.
Una racha de cordura me invadió en medio del vendaval y decidí correr a refugiarme. Tapié puertas y ventanas, blindé muros y tejado y sellé mi alma a cal y canto. Pero una bocanada de locura se coló por una grieta y salí inconsciente a la tormenta. T era por entonces un hermoso huracán de categoría 3 de esos que sabes que no pasarán dos veces.
Con rachas de más de doscientas risas por hora y ráfagas de setenta besos por minuto, T comenzó a dejarse sentir en cimientos y estructuras. La solidez de mi armazón comenzaba a flaquear y aquel ciclón, lejos de perder fuerza, alcanzó sin miramientos la peligrosa importancia de la categoría 4.
La categoría 5 es demasiado dolorosa. El huracán T, un torbellino de honestidad, marcha ahora hacia otras regiones, dejando tras de sí las consecuencias de sus pasos. Por eso esta noche, mientras retiro tu foto de la mesilla, lo hago con el deseo de que el recuerdo de tu brisa se cuele algún día por esta ventana que desde hoy vuelve a estar enladrillada.

22 octubre 2009

That is the question

“¿Y tú cómo eres?” no parece, en principio, una pregunta sencilla para responder en lo que dura un semáforo en rojo. Sentada de copiloto, aquella chica mitad periodista, mitad profesora, mitad actriz, mitad bailarina (eso hacen cuatro mitades, pero es que hay quienes valen por dos), ejercía sus cuatro facetas de golpe, como un bombardeo de estímulos del que sólo un titán podría salir indemne. Su mitad periodista indagaba en mi personalidad, para conocer mejor al individuo con el que estaba compartiendo algunas horas en su ya de por sí ocupada vida. Su mitad profesora me examinaba al detalle, para saber si acaso merecía aprobar la asignatura de su dedicación. Su mitad actriz dotaba de cómico dramatismo aquella escena en el coche de la que el mismísimo Hamlet habría salido huyendo, no sin antes lanzar por la ventanilla aquella pobre calavera que nunca entendió del todo por qué he ahí la cuestión. Y su mitad bailarina mareaba dulcemente mis neuronas con un chachachá de sales y azúcares que convertían mi empanada mental en un confuso postre para aquella bien alimentada tarde.

Yo, que nunca fui de hablar demasiado, asistía cual calavera a mi propia exposición. “Tú cómo eres…”, vaya con la niña. Ser o no ser parecía un dilema más fácil de resolver, más incluso que improvisar cada vez una invención distinta para escapar de aquellos “dime qué estás pensando… YA”. Pero “y tú cómo eres” superaba en dificultad el laberinto de aquellos semáforos, la técnica del baile caribeño y hasta los dilemas del príncipe danés. La radio rellenaba el silencio. Y he aquí que la cuestión se resolvió, pues por arte de casualidad, la letra de una canción expresó con sorprendente puntería la respuesta más certera de todas las posibles: