"¿Se lo envuelvo para regalo?”, preguntó la dependienta ante la caja de aquel parque temático de la lencería. Gustavo estaba maravillado. Modelos en fotos gigantes, dependientas de punta en rosa y purpurina sobre colores pastel por todas partes. Aquello era como una fábrica de sueños textiles en la que no sólo vendían ropa interior, sino que cada tanga, cada sujetador, se convertía en mucho más que una prenda íntima. Era un cheque de atenciones a nombre de la portadora, un visado al éxito frente al espejo, una carta de admiración escrita con algodón y poliéster que la destinataria podría leer cada vez que necesitara sentirse especial. Y aquel cliente primerizo se decidió por unas braguitas violetas que saturaron sus ya embriagados sentidos. El del tacto y el oído se fusionaban al tocar aquella tela tan suave, sonaba casi como una caricia. El del olfato se le desbordaba con el olor de ese tejido, que Gustavo imaginaba como el del monte del Olimpo. El de la vista estaba a punto de nublársele y el del gusto lo reservaba para después de pagar, cuando le diera el regalo a su novia. Estaba empezando a pensar que en realidad aquella tienda era para tíos, y aunque estaba seguro de que a su chica le encantaría, no obviaba que el regalo, en el fondo, era más bien para él.
- “¿Se lo envuelvo o no?”, insistió la dependienta al distraído Gustavo.
- “Da igual, es para mí”
Mientras se dirigía a la salida recapacitó sobre la gilipollez que acababa de decir. Se dio la vuelta para corregirse a sí mismo ante la dependienta, pero se sentía tan avergonzado –y más cuando la vio conteniendo la risa– que su amago de aclaración se quedó en un breve tartamudeo. Antes de seguir cagándola, Gustavo salió por la puerta con sus bragas en la mano. Que no eran suyas, que eran para su novia… pero eso ya sólo lo sabía él.
“Lo que se va a reír Vicky cuando se lo cuente”, iba pensando. Y cuando llegó a casa se sentó en la cama para envolver él mismo el regalo. Cayó entonces en la cuenta de que, en aquella casita sin secretos, no tenía papel para envolver. Antes de bajar de nuevo a la calle quiso asegurarse de que no necesitaba comprar también celo. Recordaba haberlo usado unos días atrás. Buscó en la “cocina”, en la terraza y hasta en el baño. Miró debajo del colchón y levantó el portátil. Caliente, caliente: el celo estaba detrás del portafotos. Hecho insólito hubiera sido que no encontrara algo en aquellos veinte metros cuadrados.
8 comentarios:
Que mono, envolvió el regalo!
A mi esas cosas me llegan :)
besos
Te sales varios millones de veces.
Efectivamente, el regalo es para nosotros.
No se que me da que ese regalo se queda sin envolver...jeje
Besosos salados
Sigue, por favor...
Hola devuelvo la visita y veo amigas por aqui....bien. Sobre lo de Victoria...divino Gustavo...y lo mejor...saber que tiene que envolver el regalo e intentarlo. Lo dicho estupendo:-)
vine y leí las dos partes...me dejaste en ascuas...
interesante, mucho.
besitos.
El papel y el celo no garantizan un paquete bien envuelto, y esas braguitas me da a mí que van a tener historia.
Espero que nos la cuentes pronto.
Los mejores regalos vienen "solos". Libres de envoltorios y cintas.
Un saludito.
Tu respuesta no es la correcta pero puedes seguir intentándolo. Está en juego un "archivo sorpresa".
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