"Sen. Howard T. Jefferson II (D-NJ)"
Así figuraba en su tarjeta de visita. "Sen" de senador, el prestigioso cargo que ostentaba desde hacía seis años en el Capitolio; "T" de Thomas, el segundo nombre que tan magníficamente combinaba con su apellido; "II" para recordar que otro Howard T. Jefferson había llegado igual de alto antes que él, su padre, el popular congresista que reemplazó las viejas depuradoras de agua en las zonas rurales de Dakota del Sur por otras más modernas. "D", de partido Demócrata, al que pertenecía con orgullo y en el que había logrado méritos suficientes como para plantearse su candidatura a las próximas elecciones primarias. Y "NJ", por el Estado de New Jersey, el lugar en el que se estaba forrando a costa de los contribuyentes. El paraíso en el que se drogaba noche sí, noche también, en fiestas organizadas por aspirantes a lameculos de los mejores asientos de Washington, y que aprovechaba para follarse a actrices porno de segunda que soñaban con retirarse en una casa con un yate amarrado al muelle en la costa Este. O en la Oeste, daba igual.
Howard T. Jefferson II había sacado tanto provecho de su carrera política que su revalidación en el cargo le importaba más bien poco. Sólo necesitaba alguna garantía de que el dinero permanecería a su lado. Con dinero lo había pagado todo: su mansión de dos kilómetros cuadrados, el silencio de los medios de comunicación locales y las operaciones de su esposa. Y todo lo había convertido en dinero: su apoyo a campañas aparentemente benéficas, sus votos a las leyes del Senado y el envío al frente de su hijo militar, que partió a Iraq con la condición de ser ascendido a teniente y a cambio de una suma de dinero procedente de un oscuro recoveco de algún despacho del Pentágono. El hijo del demócrata que creía en Iraq. Un defensor de la libertad, un americano valiente. El senador por el Estado de New Jersey estaba tan podrido de dinero que la noche antes de las elecciones legislativas desconectó su teléfono móvil y se quedó hasta las cuatro viendo episodios grabados de su serie favorita. Howard T. Jefferson II, a sus 44 años, lo había conseguido. Ya no le quedaba nada en lo que creer.
Howard T. Jefferson II había sacado tanto provecho de su carrera política que su revalidación en el cargo le importaba más bien poco. Sólo necesitaba alguna garantía de que el dinero permanecería a su lado. Con dinero lo había pagado todo: su mansión de dos kilómetros cuadrados, el silencio de los medios de comunicación locales y las operaciones de su esposa. Y todo lo había convertido en dinero: su apoyo a campañas aparentemente benéficas, sus votos a las leyes del Senado y el envío al frente de su hijo militar, que partió a Iraq con la condición de ser ascendido a teniente y a cambio de una suma de dinero procedente de un oscuro recoveco de algún despacho del Pentágono. El hijo del demócrata que creía en Iraq. Un defensor de la libertad, un americano valiente. El senador por el Estado de New Jersey estaba tan podrido de dinero que la noche antes de las elecciones legislativas desconectó su teléfono móvil y se quedó hasta las cuatro viendo episodios grabados de su serie favorita. Howard T. Jefferson II, a sus 44 años, lo había conseguido. Ya no le quedaba nada en lo que creer.
4 comentarios:
amas profundamente a los EEUU. Yo no los odio, me gustan, aunque soy muy de Europa. Tu los amas como amas a Napoleón; en el fondo tu lado belicoso se suelta amando a todos sus presidentes, batallas y cocacolas... me he vuelto loco escribiendo esta pantomima jajajaja
nico
no olvides leer esto! magnífico!
http://www.elpueblodeceuta.es/archivo/2006/Octubre/24/_nuria.htm
lea, lea, el pueblo de ceuta
nico
juaaaaaaaaaaaajuajuajuaaaaaaaaaaa, buenísimo lo del pueblo de ceuta, pero señoraaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, jajaja, hay que echárselo en cara a jotono enseguida, jajajaja
Besos
Nacho
Pd. El texto de alf tampoco está mal, jeje
Me encanta tu minibiografía. No sabía que el personaje era tan peculiar. Prometo escribir una sobre Lieberman en los últimos meses -también hay bastante carnaza-. Pero es como la inversa a esta. ¡Qué mundo!
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