29 marzo 2009

"A doscientos metros, sáltese el semáforo"

Mientras intentaba instalar en mi móvil el navegador GPS que se supone que incluye, e intentando igualmente no caer en las múltiples tretas con las que mi operador (en una alianza evidente con el fabricante) pretende sacarme unos euretes así, como quien deja una propina sin venir a cuento, me he topado con esta anomalía publicitaria.

La sinopsis es sencilla: un tipo solitario se toma un café en una terraza de Madrid. De pronto recibe el típico mensaje que te alegra la tarde: acaba de quedar con una muchacha por SMS. Sin tener nada más que hacer en la vida que salir pitando ante el primer estímulo, arranca el coche y atraviesa el centro de Madrid (nótese que no ha pagado el café). Sin embargo, el aparente "simpa" no es la única muestra de la inadaptabilidad social de nuestro protagonista. Bajo el lema "nunca llegues tarde a una cita", la campaña nos muestra las ventajas de un servicio de navegación por carretera y peatonal en el móvil en pleno domingo de agosto. Ventajas que se diluyen por la constante amenaza pública que abandera el fulano en chaqueta: acelerones injustificados, cambios de carril repentinos, invasión descarada del carril bus, ignorar un ceda el paso y hasta saltarse un semáforo en ámbar en plena Gran Vía son algunas de las recomendaciones del spot. Lo que más me acojona es que mi ruta al trabajo coincide en una curva con la del "asesino del Nokia".

Cuando creíamos que ya lo habíamos visto todo en el fomento de la inseguridad vial, ahora llega una marca de móviles y nos dice que no lleguemos tarde a una cita, caiga quien caiga. Y digo yo, ¿con estos modales para qué queremos un GPS?

20 marzo 2009

Superficie útil

Los repartidores subieron los muebles uno a uno hasta la nueva casa de Andrés. Ya había decidido dónde iría cada uno de ellos, así que no tuvo más que guiar a los empleados. La cafetera exprés la colocaron en el dormitorio, porque lo primero que hace Andrés nada más levantarse es tomarse un café, y no tiene demasiado tiempo entre que suena el despertador y se va a al trabajo como para desperdiciarlo en paseos a la cocina. Allí, en la cocina, mandó colocar el televisor, porque es mientras se prepara las tostadas cuando puede ver las noticias antes de salir corriendo a la redacción de su periódico. Si puede ir adelantando algo de trabajo, lo escribe en su ordenador, cuya mesa ordenó instalar justo enfrente del retrete. Allí es donde se le ocurren las mejores ideas, así que sería una lástima no poder escribirlas antes de que desaparezcan junto con todo lo demás al tirar de la cadena. Entre ese escritorio y la ducha decidió poner el armario, porque si algo odia Andrés es atravesar desnudo la casa a las siete de la mañana… Y así, poco a poco, el joven periodista fue configurando la casa a su gusto, satisfecho por todo el tiempo que ahorraría en su rutina diaria.

Pero uno de los repartidores no pudo resistirse. Nunca había montado una cocina con sofá, un dormitorio con fregadero y un baño con impresora, así que, en un arrebato de curiosidad, le lanzó la pregunta:

– “Disculpe, señor. ¿Y en este cuartito no va a poner nada?”, dijo señalando el espacio que tal vez algún arquitecto concibió como el aseo.
– “No, en el salón no”, respondió. “Será mi cuarto de descanso”.

18 marzo 2009

Miedo a volar

Lucía le tenía pánico al avión. No fueron pocos los que intentaron convencerla para que lo superase. “Yo he volado mil veces y aquí estoy”, “nunca pasa nada” o “pero si es el medio de transporte más seguro” eran algunas de las frases más repetidas por todos aquellos bienintencionados amigos que trataban de animarla. Pero ninguno parecía hacer o más mínimo por comprenderla. ¡Lo de Lucía era miedo auténtico! Un espanto irracional e incontrolable hacia ese fenómeno extraño de mantener los pies separados de la tierra. Podía comprender los principios físicos que sostienen a las máquinas en el aire, podía admirar la tecnología que lo hace posible y podía incluso confiar en la destreza de los pilotos que dominan ambas cosas. Pero volar no iba con ella. No, no y no. Y, consciente de todo a lo que renunciaba, no tuvo más remedio que aceptarlo como era.

Pero lo más doloroso del asunto no es que se viera incapaz de tomar un avión, sino que el alma de Lucía venía ya diseñada con una especie de alas que le resultaba muy difícil desplegar. Su pasión por conocer, sus ansias de descubrir y su ambición por vivir un mundo en el que nada le resultaba indiferente, convertían su fobia en una gruesa cadena que rodeaba sus siempre nonatos planes. Asumía que nunca podría visitar determinados lugares, cumplir determinadas tareas profesionales o reencontrarse tan a menudo como le gustaría con su querido Miguel. Pero así eran las cosas.

Hasta que un día voló. Y su miedo, sencillamente, desapareció. Como desaparece el paisaje por debajo de las nubes cuando el avión se eleva, o como desaparecen las maletas que nunca llegan a la cinta transportadora. Aquel primer trayecto entre Madrid y Vigo le permitió, además de sobrevivir, disfrutar de una experiencia inolvidable y, afortunadamente, repetible. Estrenó tarjeta de embarque con algo más que un número de asiento bajo su nombre y sus apellidos. Impreso con la tinta invisible del orgullo, en aquel billete figuraba también el triunfo de sí misma sobre lo que le impedía serlo, el éxito de un campeón que vence sin concesiones, la reserva de ida y vuelta hacia un presente sin límites. Porque Lucía no había mentido a nadie cuando juró ser incapaz de volar. Simplemente, lo hizo.

17 marzo 2009

Estupidez infusa

La vio bailando en el bar e imaginó que se acercaba a ella para decirle algo. Que ella se reía, que tomaban otra copa, que charlaban afectuosamente y que allí comenzaba una hermosa relación para toda la vida. Imaginó que pintaban juntos su nueva casa, que cocinaban platos entre cosquillas y pellizquitos y que veían películas al calor de una manta. Imaginó que pasearían junto al mar por las tardes, que saldrían a bailar por las noches y que, al llegar a casa, él le llevaría un poleo caliente hasta el sofá. Así que, dispuesto a dejar de imaginar, se acercó a ella y le dijo ese algo: “No te imaginas las ganas que tengo de hacerte un poleo”.

La bofetada sonó más fuerte que la canción de Bunbury. Según supo más tarde por una amiga común, entendió “polvo” en lugar de “poleo”. Pero él no se libró de explicarle a su amiga a qué venía esa estúpida frase. Le contó que se consideraba un romántico y que, cuando se enamoraba, se enamoraba de verdad, aunque en este caso no conociera de nada a la defensiva muchacha. Le aseguró que todo habría salido bien de haber especificado más. “Menta-poleo”, por ejemplo. Y aunque su amiga intentó persuadirle para que dejara de ser tan gilipollas, él estaba convencido de que lo único que debía hacer era vocalizar mejor.


11 marzo 2009

La confesión de la piedra


Dale al play

El truco consiste en no mirar a los muros. El horizonte siempre regala un placentero espejismo cuando caminas en invierno por la Rúa Mayor. La vista al frente, el paso tranquilo y la garantía generosa de que una toalla cálida secará tu cara, tu pelo y cada uno de los dedos con los que despegues de tu piel la ropa empapada bajo la lluvia. Sin mirar a los muros. Los adoquines aseguran la marcha, la calle delimita el camino y la gente brinda con sus paraguas en un convoy impermeable que avanza con decisión y sin mirar a los muros hacia el refugio particular en el que cada día se parece al anterior. Y no importa nada más. Pero un violín rasga suavemente el aire húmedo. Peligro, no mirar.

Y miras. Y adviertes tras sus cuerdas la presencia de los muros que debías haber ignorado. La piedra dura y fría cuya composición vertical permite al horizonte ser horizontal, ofrece a la calle un límite que delimitar y protege a la gente de las gotas diagonales que sus paraguas no pueden parar. El violín no cesa. Y sus notas comienzan a hablar. Ya no ambientan, ahora cuentan la verdad. Ya has visto los muros. La pared de una ciudad que late lateralmente, en la que la inercia es inerte, donde la vida es vidente. El futuro revelado por la melodía se talla con cada gota sobre la piedra de Villamayor. Peligro, no tocar.

Y tocas. Y sientes en las yemas de tus dedos que la piedra no es dura y fría, que la lluvia la convierte en arcilla caliente. Una arcilla centenaria que soporta toneladas de historia en cada bloque, esperando desde hace siglos el momento de reclamar la atención. Pero llueve y no importa nada más. Podrías seguir hacia adelante, con la vista al frente, sin mirar a los muros. Pero ya has mirado. Y la piedra ya no es blanca. Se oscurece al contacto con el agua. Se confiesa, grita en vertical y hacia abajo reclamando por fin tu atención. Lo sabrás cuando camines bajo la lluvia por la Rúa Mayor. Podrás mirar al frente, ignorar el violín, olvidar la melodía. Y nada importará. El truco consiste en no mirar a los muros, pues el horizonte siempre regala un placentero espejismo.


04 marzo 2009

Las reinas del drama

Era una de esas chicas que se creen protagonistas. No sólo de su propia vida, también de las vidas de los demás. Me las encuentro a cientos. Acuden con frecuencia al discurso de la autoestima, pero no dejan de recordarse que están en este mundo para llamar la atención. Y lo peor que puedes hacer es preguntarles cómo están, porque entonces te harán sentir que tu pregunta es muy inoportuna. Son las reinas del drama. Cualquier saludo, comentario o halago que les dirijas se volverá contra ti como una bocanada de culpa porque, querido y desacertado amigo, las habrás pillado en uno de los peores días de su vida. Siempre es uno de los peores. No intentes agradar, ni mucho menos pretendas arreglar su malestar. Porque cualquier intento de ofrecerle positividad no logrará más que hacerles la competencia a sí mismas dentro de su particular y centrípeto mundo adverso. Si eres listo serás de los que lo dejan estar y tal vez hayas observado además que su afección, en su entorno, es altamente contagiosa.

Rosa era una de esas. Y algunas de sus amigas empezaban también a serlo. Por eso cuando conocí a Teresa descubrí que en realidad no odiaba a las mujeres como mis amigos me hacían creer, sino simplemente a un tipo determinado de mujer con el que me había cruzado frecuentemente. Con su transparencia y su sencillez, Teresa era para mí una especie de vela inextinguible que iluminaba mis días y, meses después, también algunas noches. Porque el peligro que tiene la luz es que te saca de las tinieblas, y la cotidiana shakespearidad de Rosa fundía todas las bombillas que yo iba enroscando en los casquillos de mi día a día.
No voy ahora a eludir la responsabilidad de nuestra ruptura, pero sí que os aseguro que Rosa no hubiera aceptado cualquier otro escenario que no la dejara justo bajo el foco puntual y preciso con el que acaban las grandes tragedias griegas. Me guarda rencor desde entonces, cosa que acepto sin rechistar, pero se le olvidó entregarme el carné del club de tíos que le han destrozado la vida. Creo que me tocaba el de socio número mil. El ex novio de mi angelical Teresa no se lo tomó mucho mejor, pero en su caso a quien odia es a mí, no a ella, y creo que le juró arrancarme algo, no sé si las extremidades o algo peor. También me hago cargo. La diferencia entre él y Rosa es que el traicionado ex novio sufrió el abandono estoicamente durante el primer y el segundo tiempo, e incluso algunos minutos de descuento. Pero ya. Y ahora es feliz con otra. Rosa en cambio me detesta aún hoy y me culpa de todo ante su nuevo novio, igual que culpaba a otros mientras estuvo conmigo. Porque el reinado de sus majestades del drama es vitalicio y sucesorio, aunque en este caso quienes heredan son los consortes.


01 marzo 2009

Obaminator

"Las cosas buenas, además de serlo, lo tienen que parecer. En eso Obama no necesita asesores. Tampoco ha necesitado una muchedumbre entusiasta, música alegórica de fondo ni aplausos como contrafuertes. En esta ocasión ha bastado una cámara y uno de los fondos más feos del Ala Oeste para confirmar que tiene los Presupuestos como el caballo de Espartero".
Sigue leyendo en mi otro blog.

Son las 20:14 del domingo 1 de marzo y aún creo en la política.