12 diciembre 2006

El Capitán Chacón

El viento soplaba fuerte en los alrededores del aeropuerto de Manises. No era el mejor día para volar en pruebas, pero la visita del capitán Chacón llevaba organizándose varias semanas como para suspenderla por un poco de temporal. El rango del militar era demasiado alto y los responsables de la base demasiado testarudos: unos nudos de levante no podían alterar la agenda de tan ilustre visita... así eran las cosas durante el régimen.

El capitán Chacón era, sin embargo, un hombre cabal. Cuando fue recibido en las dependencias de la base aérea por los militares de mayor graduación aclaró que no tenía intención de volar mientras continuase el viento. Pero los más veteranos trataban de convencerle asegurando, sin garantía alguna, que la tormenta no llegaría a producirse. Pasó una hora y la visita llegaba a su fin. Era el momento de decidir: vuelo sí o vuelo no. Si el capitán Chacón abandonaba la base sin observar desde el aire las instalaciones no quedaría registrado en el libro de honor que el insigne militar sobrevoló Manises en uno de sus aparatos. Así que, con retórica y muy poca prudencia, los mandamases lograron que el capitán accediera a subirse a una avioneta. "El reconocimiento aéreo se hará con una única condición", dijo el capitán. "Volará conmigo el mejor piloto de la base".

El capitán Chacón acababa de alterar el orden del día. Estaba previsto que volara él solo, o acompañado por uno de sus asistentes. Sin embargo, su exigencia fue clara: quería al mejor y los altos mandos de la base tuvieron que llamar a Salvador, que disfrutaba de un día de permiso. No tardó mucho en personarse ante sus superiores. Salvador, uniformado y listo para despegar, no temía a la tormenta que se avecinaba, si bien él nunca habría elegido aquella tarde para dar un paseo en el aire. "¿Cree usted que podremos despegar con este tiempo?", preguntó el condecorado aviador. "Sí, mi capitán", respondió el joven piloto.

Dicho y hecho. La avioneta despegó y en pocos minutos sobrevolaba el litoral valenciano. Era habitual poner rumbo al este, mar adentro, para tomar tierra enfilando la pista número 4. La más moderna y la más larga, la que se mostraba a las visitas. Pero el temporal cobró fuerza y los primeros relámpagos comenzaron a amenazar a los dos tripulantes. "Aterricemos cuanto antes", ordenó el capitán Chacón, justo antes de que el motor de la avioneta, el único motor, decidiese pararse para no volver a funcionar más...

La gravedad de la situación era evidente: aquel cacharro averiado en la tormenta no era más era un objeto pesado en caída libre. "Prepárese para saltar", espetó el capitán. El piloto, valeroso pero inteligente, preparó su paracaídas. El capitán trató de hacer lo mismo... pero no encontró el suyo. Tan increíble como cierto: a nadie se le había ocurrido revisar que la avioneta en la que volaría el capitán Chacón contaba con un segundo paracaídas. El joven Salvador, conocedor de la doctrina militar y poseedor de los valores que convierten a los hombres sencillos en héroes anónimos, entregó su paracaídas al capitán Chacón. Éste, sin mediar palabra, lo tomó en su mano. La avioneta seguía perdiendo altura y la costa aún estaba lejos.

"Mi capitán, no creo que pueda llegar a tierra si seguimos cayendo a esta velocidad. Salte ahora". El capitán no movió el paracaídas. "No saldré de esta avioneta sin usted", le dijo a un sudoroso Salvador. No había más consignas: a dos mil pies sobre el mar, uno de los capitanes más reconocidos del Ejército del Aire se acababa de igualar con un cabo de primera. Bajo la mirada de la muerte no hay rangos, sólo hombres valientes y hombres cobardes, y en aquella avioneta el valor era el único motor capaz de lograr un aterrizaje de emergencia. Tirando de la palanca de alimentación, el diestro piloto engañó a la ley de la gravedad. La hélice giraba de forma artificial, como agonizando, pero poco a poco la avioneta se aproximaba a la costa. El momento crítico, el contacto con el suelo, dependía además de la habilidad del piloto. Pero el capitán Chacón había exigido volar con el mejor, y eso fue sin duda lo que le salvó la vida. El aparato se posó sobre la pista número 4 con una inusual suavidad. Resultó casi burlesco. Aquella tarde, Salvador Torán se convirtió en el mejor amigo de aquel hombre valiente.


Esta historia era una de mis favoritas. Hoy soy yo quien la cuenta.
En recuerdo de Salvador Torán, mi padre, que hoy cumpliría 68 años.

7 comentarios:

perla dijo...

Preciosa historia.

Anónimo dijo...

Qué GRANDE... Un abrazo, amigo.
Nacho

Anónimo dijo...

I love you, Mickey. Real love.
-CK

Anónimo dijo...

eso es verdad? qué arte, no?
en fin, besitos alf.
nico

Anónimo dijo...

No me extraña que fuera tu favorita, ¡a mi se me ha puesto la carne de gallina!
MUCHOS BESOS
Leire

Jero Moreno dijo...

Tremenda... Sin palabras...

Un abrazo!

Anónimo dijo...

ay gordu me hiciste re chillar con esa historia. te mando un beso