Siempre admiré el extenso arte de la estafa. Trileros, carteristas y timadores de toda índole han captado mi atención desde el día en que, de niño, escuché a una vieja gritar "¡¡paren a ese cojo ciego!!" No creo que sea fascinación por el mal, sino un simple y llano reconocimiento al ingenio. Hay ideas que bien merecen nuestro respeto, aunque el precio a pagar sea el dinero de otros. Pasé mi adolescencia aprendiendo en el instituto. Concretamente, en la puerta de entrada. Allí lo compartíamos todo: técnicas ya conocidas, nuevas maniobras de invención propia y los pequeños resultados monetarios de nuestras actividades extraescolares. Todo, y eso que también manteníamos nuestras disputas. Éramos cinco o seis, según el momento del que estemos hablando. El caso es que terminado el instituto, sólo dos de nosotros decidimos continuar nuestra trayectoria académica. La que no necesita de libros. Los otros tres son hoy ingenieros, dos de ellos, y abogado, el tercero. No les va mal. Mi amigo y yo comenzamos otra carrera, la de la estafa, en la trillada aunque muy desconocida universidad de la vida. No vimos necesidad de estudiar cuando la naturaleza nos había dotado ya de astucia suficiente como para evitar las pretenciosas enseñanzas de otros. Aun así, teníamos diferentes puntos de vista. Para mi amigo, el negocio más interesante es el que quita un poco a muchos. Nunca le quité la razón, y a punto estuvo a punto de hacerse político. Ahora es directivo en una empresa de telecomunicaciones. La última vez que le vi, su tarjeta de visita decía "Proveedor de Servicios de Internet". Yo habría puesto simplemente "Hijo de puta". Sin ánimo de ofender, él lo sabe igual que yo. Pero para mí, resulta más cómodo y moralmente más tranquilizador obtener mucho sólo de unos pocos. Cuanta más cantidad mejor, y cuantas menos víctimas, también mejor. Por eso me hice galerista. El arte es mi estafa. Mis estafas, puro arte.
02 agosto 2006
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
enorme.
Publicar un comentario