Cuando el avión de Miguel aterrizó en el aeropuerto de Charles de Gaulle, Marina ya estaba esperando. Había ido sola... más o menos. Miguel no sabía que Marina, su viejo amor de la adolescencia, estaba embarazada. Sí sabía que llevaba un par de años saliendo con otro tipo: un francés bien situado que atendía todos sus caprichos y le proporcionaba cariño, estabilidad y un tranquilo futuro garantizado al menos a cuarenta años. Unos servicios que ella agradecía cómodamente a plazos, en letras de compañía, algo de sexo y un soporte emocional fundamental para su chico, al que, según había contado Marina en otra ocasión, las mujeres no habían tratado muy bien en anteriores relaciones. Ella decidía la cuantía de sus letras de cada mes. Una relación flexible y con una rentabilidad asegurada.
Por la puerta de "Llegadas" apareció Miguel. Tiraba con una mano de una maleta con ruedas. En la otra llevaba una bolsa de deporte, en la que ocultaba un regalo para Marina. La vio levantarse y sonreír. Una sonrisa que él ya conocía bien, y que no era la auténtica. No era la sonrisa de "qué alegría volver a verte", sino más bien la de "jódete". En este caso la mueca venía a significar algo así como "¿qué opinas de mi embarazo?".
- Ay, Miguel, cuánto tiempo...
- Sí... cinco años por lo menos...
- ¿Me dejas que te lleve la bolsa?
- No. Ya tienes bastante con la tuya.
Así andaba la conversación a los cinco segundos. Después de cinco años. Miguel y Marina se habían visto varias veces después de aquel verano en Benidorm. El verano en el que se juraron amor eterno con dieciocho años. Ese juramento habitual del 27 o el 28 de agosto, cuando uno ve cerca el final de las vacaciones y el regreso a una vida sin la persona con la que ha pasado las semanas más hermosas del año, esas semanas de besos y bikini, canciones pegadizas y noches al aire libre. (continuará...)
1 comentario:
Por favor, que continúe!!!!!
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