10 noviembre 2006

Como en Amélie

Cécile llevaba al menos un par de semanas sin estudiar en su escritorio. Luc se había dado cuenta porque la espiaba a diario desde su ventana... Nada más llegar a casa, Luc se encerraba en su habitación y, con la excusa de hacer los deberes, no salía en toda la tarde. Hasta que anochecía. Hasta que la luz era insuficiente para que su videocámara, clavada sobre un trípode y apuntando hacia la ventana de Cécile, pudiera registrar lo que sucedía al otro lado del cristal de la segunda ventana empezando por la derecha de aquella casa en el centro de la plaza. "¿Cuándo inventarán una cámara para grabar de noche?", se preguntaba Luc mientras apagaba su aparato antes de bajar a cenar.


Cécile, la niña de rizos que le saludaba en el colegio, era incapaz de sospechar que el jovencito Luc, tímido y un poco tartamudo, seguía clandestinamente sus pasos. De hecho no conocía ni su nombre. O al menos eso es lo que imaginaba Luc. Hasta que el día después de la fiesta de Todos los Santos, en el que Cécile faltó al colegio, Luc decidió hacerle una visita, presentarse y expresarle su preocupación por la ausencia de su compañera. Se vistió con el traje de los domingos, arregló con un poco de celo la patilla rota de sus gafas y compró una flor a la señora Charlotte, que solía venderlas por las tardes en la plaza. Según se acercaba a la puerta de la casa de Cécile se ponía más nervioso. Llamó, atendió su madre y le contó que, en efecto, Cécile había pasado la noche anterior con algo de fiebre, por lo que ambas decidieron que no fuera al colegio. "Entra, sube. Está aburrida en su habitación". La madre de Cécile llamó a la puerta del dormitorio cuyo interior Luc conocía perfectamente gracias a los aumentos de la lente de su videocámara. "Os dejo solos", dijo la madre, acariciando el pelo repeinado de Luc, que fue incapaz de articular palabra. Tímido y algo tartamudo, al pequeño Luc se le secó la lengua cuando vio aquella otra videocámara plantada junto al escritorio de Cécile, apuntando hacia el exterior.

- "Lo he visto en Amélie...", balbuceó Cécile, que sufrió un aumento repentino de su fiebre.
- "Tú ta... tú ta... tú tam... t...". El pobre Luc fue incapaz de decir nada.
- "Sí... llevo dos semanas sin estudiar, espiándote".

07 noviembre 2006

El candidato perfecto

"Sen. Howard T. Jefferson II (D-NJ)"

Así figuraba en su tarjeta de visita. "Sen" de senador, el prestigioso cargo que ostentaba desde hacía seis años en el Capitolio; "T" de Thomas, el segundo nombre que tan magníficamente combinaba con su apellido; "II" para recordar que otro Howard T. Jefferson había llegado igual de alto antes que él, su padre, el popular congresista que reemplazó las viejas depuradoras de agua en las zonas rurales de Dakota del Sur por otras más modernas. "D", de partido Demócrata, al que pertenecía con orgullo y en el que había logrado méritos suficientes como para plantearse su candidatura a las próximas elecciones primarias. Y "NJ", por el Estado de New Jersey, el lugar en el que se estaba forrando a costa de los contribuyentes. El paraíso en el que se drogaba noche sí, noche también, en fiestas organizadas por aspirantes a lameculos de los mejores asientos de Washington, y que aprovechaba para follarse a actrices porno de segunda que soñaban con retirarse en una casa con un yate amarrado al muelle en la costa Este. O en la Oeste, daba igual.

Howard T. Jefferson II había sacado tanto provecho de su carrera política que su revalidación en el cargo le importaba más bien poco. Sólo necesitaba alguna garantía de que el dinero permanecería a su lado. Con dinero lo había pagado todo: su mansión de dos kilómetros cuadrados, el silencio de los medios de comunicación locales y las operaciones de su esposa. Y todo lo había convertido en dinero: su apoyo a campañas aparentemente benéficas, sus votos a las leyes del Senado y el envío al frente de su hijo militar, que partió a Iraq con la condición de ser ascendido a teniente y a cambio de una suma de dinero procedente de un oscuro recoveco de algún despacho del Pentágono. El hijo del demócrata que creía en Iraq. Un defensor de la libertad, un americano valiente. El senador por el Estado de New Jersey estaba tan podrido de dinero que la noche antes de las elecciones legislativas desconectó su teléfono móvil y se quedó hasta las cuatro viendo episodios grabados de su serie favorita. Howard T. Jefferson II, a sus 44 años, lo había conseguido. Ya no le quedaba nada en lo que creer.

02 noviembre 2006

A las dos serán las tres

No quiero que me busques, no me encontrarás. Si aún existo en tu memoria, por favor, formatéame. Es el capricho semestral de un reloj incomprensible. A las tres eran las dos, ¿recuerdas? Una hora más. Como tu decías, una "hora extra". Pero no. Es una hora menos. A las tres eran las dos. De nuevo. Una hora invalidada. Olvida lo que ocurrió durante esos sesenta minutos, porque tuvimos otros sesenta para enmendar la metedura de pata. Un viaje en el tiempo, sí, como en Regreso al futuro. Ni una hora más ni una hora menos, sólo una oportunidad de corregir. Corregido está. Es la sentencia del reloj. Aquella hora perdida en el tiempo volverá, no te preocupes, cuando a las dos sean las tres.